La promesa que Jesús nos hizo de quedarse con nosotros hasta el final de los tiempos se hace realidad en la Eucaristía “donde se contiene todo el bien espiritual, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo, que por su Carne vivificada por el Espíritu Santo, da vida a los hombres” (Presbyterorum Ordinis, 5).
Como cristianos, es importante que podamos constantemente recordar, hacer memoria, volver a comenzar y qué mejor que regresar a donde todo comenzó, a Galilea, donde Jesús después de ser bautizado por Juan El Bautista proclama su primer discurso y allí nos da los fundamentos de lo que será su ministerio: “[…] El Reino de Dios está cerca, conviértanse y crean en el Evangelio” (Marcos 1:15). Mas adelante, en Jerusalén, que es la tierra donde se cumplen todas las promesas del Señor, Pedro después de haber celebrado la pascua con Jesús y haber presenciado su muerte y resurrección, estaba con los otros once apóstoles y un grupo de personas entre las cuales sobresalían los judíos y al terminar su discurso los que estaban allí presentes muy afligidos le preguntan a Pedro ¿Qué debemos hacer entonces?, a lo que él les contesta: “Conviértanse y bautícense” (Hechos 2:38). Estos dos momentos tan importantes de nuestra historia de salvación, el primer discurso de Jesús y el primer discurso de Pedro después de Pentecostés, nos dejan ver la importancia que tiene la conversión y que sin ella no podemos emprender nuestro camino de Fe. En un mundo en el que pareciera que los valores y la moral están pasando a un segundo plano o que, peor aún, estamos esperando que sean muchas veces las corrientes actuales las que nos den las pautas para vivir, debemos tener muy claro la conversión cristiana.
“La Eucaristía es la fuente y la cumbre de la vida cristiana” (Lumen Gentium 11). En la última cena, Jesús compartiendo con sus apóstoles tomó el pan y luego el vino y diciendo las palabras, que también el sacerdote usa hoy para consagrar el vino y el pan, les compartió su amor y se quedó con ellos hasta el fin de los tiempos en este sacramento de la caridad. Por eso, cuando la Iglesia proclama que la Eucaristía es la fuente y cumbre de la vida cristiana, está anunciando que la Eucaristía es el modelo de entrega que los cristianos deben de tener los unos a los otros. En otras palabras, la Iglesia nos invita a vivir en una “Coherencia Eucarística,” en la cual no solo proclamamos lo que creemos, sino que también debemos vivir lo que comulgamos en la Eucaristía, en donde se nos da el mismo Cristo hijo de Dios vivo, quien nos ha amado tanto que ha decidido permanecer con nosotros en las especies del pan y del vino.
El amor de Dios es tan grande que a través de la sagrada Eucaristía Él nos da el regalo de compartir el Sagrado misterio del Cuerpo y la Sangre de Jesús, como una forma de empezar desde ahora mismo a vivir el gozo de estar en plena Comunión con Él y en Él. San Nicolás Cabasilas afirmó: “En la Eucaristía Dios mismo se une a nosotros de la manera más perfecta, Él vive en nosotros.” Allí estamos en comunión con la Santísima Trinidad, que será lo que experimentaremos para siempre en la vida eterna. Al recibir la sagrada Eucaristía entramos en una Comunión que tiene dos dimensiones: una dimensión vertical en la cual entramos en comunión Trinitaria, pero también una dimensión horizontal en la cual entramos en comunión con nuestros hermanos.
Todo lo que recibimos en el transcurso de nuestra vida es un regalo inmerecido de nuestro Dios quien es benévolo y generoso, y si todo es un regalo, lo mínimo que podemos hacer al ser sus hijos amados es dedicar un buen tiempo a la semana para participar en la Santa Misa y así alabar y dar gracias a Dios. En realidad, una vez a la semana no es suficiente. Cada día debe ser un día de acción de gracias. Dios ha sido, es y será tan bueno con nosotros. Él nos ha estado bendiciendo, glorifiquemos al Señor a través de nuestras vidas.